jueves, 26 de marzo de 2020

Una procesión permanente en clausura… Una tarde de Sábado Santo

Siempre he considerado necesario relacionar la espiritualidad de las cofradías de Semana Santa y la que se ha vivido y se vive en los ambientes monásticos y conventuales desde hace siglos. No lo digo porque las cofradías sean una clausura, ni mucho menos. Al revés, su vocación es bien contraria. Beben, sin embargo, de unas fuentes semejantes, de una actitud de meditación, penitencia y caridad, en torno a la muerte de Cristo en la cruz, de atención a los necesitados, pero también de herencia hacia la fe comunicada por los mayores. En mi condición de historiador, había escrito en 2005 un libro que se tituló “La procesión permanente de Pasión”, en el cual descubrí como autor y después a los lectores que se acercaron a sus páginas, ese ambiente de meditación que existía en las entonces numerosas clausuras vallisoletanas. Lo que pude experimentar el pasado Sábado Santo 2019 con la cofradía del Santo Entierro de Valladolid me confirmó, de manera vivencial, lo que había planteado como hipótesis y había llegado a concluir en aquel libro.

Debo aclarar que esta cofradía cada año invita a un amigo vinculado con la Semana Santa de la ciudad para participar en una procesión realmente emocionante: el Santo Entierro de Cristo, la devolución de la imagen del Cristo Yacente de Gregorio Fernández a la clausura de las madres cistercienses del Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana. Existe, desde mi punto de vista, una interesante simbiosis entre esta cofradía nacida en Valladolid en 1930, hace noventa años y en pleno gobierno diocesano del arzobispo Remigio Gandásegui, y la propia comunidad de monjas, hijas de san Bernardo, el llamado “Doctor melifluo”. En toda esta trayectoria histórica, salvo alguna otra posibilidad que se planteó en los primeros tiempos, para la vida procesional de los cofrades del Santo Entierro resulta imprescindible la mencionada e impresionante imagen de Gregorio Fernández. Sin embargo, esto no podía ser un mero préstamo. Era menester una convivencia espiritual entre ambas partes. Hace muchos años, se empezó a realizar el Domingo de Resurrección esta devolución de manera solemne, en un amago procesional. Hoy cuenta con su propia liturgia.

Convenientemente ataviados, y con muchos gestos perfectamente estudiados, partimos de la iglesia del nuevo clasicismo, el desarrollado en el siglo XVIII, de este convento de Valladolid. La tarde de Sábado Santo era apacible aunque con algún viento que permitía un movimiento solemne de los paños, como se decía en los cortejos procesionales antiguos, paños enlutados con los cuales cada uno ocultábamos el traje de cada día para ser todos iguales pero en ocasión especial ante Cristo ya muerto, bajado de la cruz, depositado en un sudario y camino del sepulcro. Aquella procesión que ha abierto su circunferencia urbana,  todavía lo podía hacer mucho más por las calles de Valladolid, porque cuenta con características para ello. Es un cortejo de enterramiento, con paso lento y silencioso, roto en ocasiones por un desgarrado sonido de viento. Nuestro semblante era sereno y aventajado, esto último con respecto a los que hace más de veinte siglos protagonizaron aquel entierro de Cristo que resultó muy austero y casi clandestino: nuestra fe nos conduce a la vida, a la celebración de la Pascua.

Al llegar a la Plaza de Santa Ana, la palabra predicada tuvo su lugar, su espacio, su momento, gracias al ministerio pastoral de mi querido amigo y sacerdote Guillermo Camino. Esta Plaza es auténtico atrio del espacio monástico de siglos, antes de producirse la entrada en la clausura, que es sepultura de este Cristo Yacente que no volverá a salir a la calle hasta el año que viene por el comienzo de la primavera. Y de nuevo, la solemnidad, el silencio, para la entrada por la puerta reglar. Nosotros con él, encaminando nuestros pasos por el claustro, donde la luz de esa tarde apacible se ha escondido, solamente iluminada cada estancia por los faroles, con el arrastrar de los hábitos de la cofradía, casi más propios de los caballeros de las órdenes militares; con las sombras monacales, con las monjas vestidas con la solemnidad que proporciona la cogulla. Su trayectoria discurrió por el claustro procesional, que esta última ha sido la función que estos espacios han tenido en los conventos y monasterios, además de articular los lugares de convivencia y de celebración de la casa. Finalmente entramos en el coro bajo en el cual la imagen fue depositada en el suelo, mientras las monjas que conforman la comunidad se encontraban en cada uno de los sitiales de la sillería, espacio coral para la alabanza a Dios. Estamos dentro de la clausura, del otro lado de la reja que desde la iglesia habíamos contemplado.

Así pues, el historiador lo vivió con ojos de observación, apuntando cada gesto porque nosotros solamente trabajamos con algunas catas del pasado y para llegar a conclusiones debemos aprender a “pensar históricamente” con una nueva mirada. El cofrade se sentía en familia, en medio de sus hermanos de la cofradía del Santo Entierro que le habían invitado a compartir, en esa tarde, la intimidad de su vida de devoción más cercana, casi tocando cada uno de los poros de esa piel en madera del Cristo sufriente. El vallisoletano se veía confirmado en su percepción: esta es una ciudad bella que debemos saber descubrir, abarcar, comprender, leer en cada una de sus piedras; una ciudad de pequeños rincones, de grandes impresiones, de espacios ocultos. El cristiano había participado de una meditación sobre el mayor acto de amor que Dios ha tenido para con nosotros, un tiempo para el silencio, exterior e interior, casi para hacer aquello que nos recomienda el Evangelio en el principio de cada Cuaresma: cada vez que quieras orar a tu Padre que está en los cielos, no te muestres de pie en las Plazas y de pie, como rezan los hipócritas. Ellos ya han recibido su paga. Cuando quieras orar a tu Padre, busca tu cuarto, cierra la puerta y entra en lo secreto y tu Padre que ve en lo secreto, te lo recompensará.

El Cristo Yacente vuelve a su cuarto, en el secreto y silencio de su clausura, a la intimidad de su cofradía, bajo la custodia de quién lo encargó hace siglos, las monjas cistercienses de San Joaquín y Santa Ana, las hijas de San Bernardo. Les aseguro que cada vez que he pasado desde entonces por aquella Plaza, que entro en aquella iglesia, que observo esa puerta reglar, no puedo olvidar lo que contemplé y viví en la tarde del Sábado Santo de 2019. No solo doy testimonio de ello sino que especialmente me muestro agradecido a mis hermanos cofrades por haberlo vivido junto a ellos.


Javier Burrieza Sánchez
Profesor Titular Historia Moderna
Universidad de Valladolid

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