sábado, 23 de marzo de 2013

Meditaciones del Tríduo (II)

MEDITACIÓN SEGUNDA: LA FE BIENAVENTURADA DE JOSÉ DE ARIMATEA


Después de que José hubo dicho estas palabras, Pilatos mandó que se le entregara el santísimo cuerpo de Jesús. Y una vez llegado al lugar del Gólgota bajó a Dios, según la carne, de lo alto del madero y lo depositó en el suelo, sobre la tierra: allí estaba su Dios, desnudo, según la carne. No se trataba de un simple hombre. Puede ser contemplado extendido aquí abajo al que todos atrae hacia lo alto. Por poco tiempo carece de aura vital el que es la vida y el espíritu de todos. Puede verse sin luz en los ojos al que para tantos había creado la luz de la visión. Yace descansando sobre las espaldas el que es la resurrección de todos. Dios entra, según la carne, en el dominio de la muerte, él, que resucita a los muertos. Guarda silencio, por un tiempo, el que de la palabra de Dios; y es llevado con las manos de aquel que con la suya sostiene la tierra. ¿Acaso nunca, oh José, fuiste consciente de saber, pues, a quien habías pedido, a quién habías pedido y recibido? Sí, realmente, sabes a quién posees, entonces, te has enriquecido. Pero, en fin, ¿cómo podrás realizar los tan terribles ritos funerarios, de dar sepultura al divino cuerpo de Jesús?

Es digno de alabanza tu empeño, pero más laudables son las costumbres de tu alma ¿Acaso tiemblas o, quizá, no tiemblas al llevar en tus manos a aquel ante quien tiemblan los querubines? O, en verdad, ¿hasta qué punto no te estremeces al apartar el lienzo que cubre aquella divina carne?¿No es verdad que cerrabas los ojos religiosamente? ¿Es posible que no tiembles cuando cubres la naturaleza, según la carne, de Dios, que está por encima de toda naturaleza? Dime, oh José, ¿acaso no sepultas mirando hacia oriente, como se hace con los difuntos, al que es el oriente del oriente?¿Por ventura, cómo se hace con los difuntos, no cierras con tus dedos los ojos de Jesús, que con su inmaculado dedo abrió los ojos de ciego? ¿Acaso no cierras los labios del que abrió los labios del mundo? ¿Acaso no envuelves las manos del que hizo que se extendieran los dedos de aquellas manos paralíticas? ¿Acaso, como se acostumbra hacer con los difuntos, no uniste los pies del que hizo andar los pies inmóviles? ¿Acaso no mandaste que se levantara del lecho, el que estaba paralítico: Levántate, toma tu camillas y echa a andar. (Jn 5, 8)? 

¿No esparciste ungüentos sobre el divino ungüento, que se esparció a sí mismo y llenó el mundo con su santidad? ¿No te atreviste a lavar el costado del que aún fluía sangre del divino cuerpo de Jesús, que siendo Dios, sanó a la que sufría pérdida de sangre? ¿No lavaste con agua el cuerpo de Dios, que a todos lavó y dio la purificación del pecado? ¿Cuáles pueden ser también las lámparas que enciendas con verdadera luz a aquel que ilumina a todos los hombres? ¿Qué cantos funerarios le cantarás al que, sin que guarden silencio, es alabado por todo el ejército celestial? ¿No derramarás como se hace con los muertos, lágrimas por él, que lloró y resucitó a Lázaro, que llevaba cuatro días muerto? ¿Qué es lo que puedes hacer a Jesús, que es, en abundancia, el gozo para todo y disipó la tristeza de Eva?

No obstante considero que tus manos son bienaventuradas, oh José, porque sirvieron y acariciaron las manos y los pies del divino cuerpo de Jesús cuando todavía fluía sangre de ellos: declaro que tus manos son bienaventuradas, ellas que tan cerca estuvieron del costado de Dios, del que todavía manaba sangre, antes de que el incrédulo Tomás creyera y fuera alabada su curiosidad. Bienaventurados, digo, sean tus labios, que se llenaron de manera insaciable y se unieron a los labios de Jesús y por ellos quedaste lleno del Espíritu Santo. Bienaventurados tus ojos, tan cercanos a los ojos de Jesús, que alcanzaron por ellos la luz verdadera. Bienaventurado tu rostro, que tuvo acceso al rostro de Dios. Bienaventuradas tus espaldas, que llevaron al que llevaba la carga de todos los hombres. Considero bienaventurada tu cabeza, que estuvo tan cerca de Jesús, que, de todos es cabeza. Bienaventuradas tus manos, que llevaron al que todo lo sostiene con las suyas.


Guillermo Camino
Consiliario

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