martes, 14 de abril de 2020

El Santo Entierro de Juan de Juni

por Mónica Calderón Acedo.

Cuando cae la tarde de Viernes Santo, no hay nada como dejarse arrastrar por la fuerza de un torbellino. Es el Santo Entierro de Juan de Juni, obra cumbre del siglo XVI español que sigue contándonos, antaño como hogaño, una historia de dolor, de muerte, de vida y de arte.


Hoy se expone, con mimo y celo exquisitos, en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, sin embargo, se labró para el sepulcro de uno de los hombres más brillantes, eruditos y contradictorios de la corte de Carlos V, el obispo de Mondoñedo Fray Antonio de Guevara, aquel consumado cortesano que, viviendo en la corte, no dudó en escribir una joya como "Menosprecio de corte y alabanza de aldea" (1539). El lugar elegido para su enterramiento fue el convento de San Francisco de Valladolid, cerca del claustro. Bajo la venera de la capilla, dos soldados romanos montaban guardia perpetua entre las columnas del retablo que lo acogía al modo en que vemos hoy el relieve de idéntico tema en la Catedral de Segovia. Hoy no quedan romanos, ni retablo ni tan siquiera el convento franciscano.



Guevara no escogía un tema al azar sino aquel que narra la muerte cristiana y la consiguiente esperanza en la resurrección: la muerte de Cristo. Y es que este franciscano escribía estos mismos años su última obra, clave para entender el grupo de Juni: Monte Calvario (1542). Leer esta obra es escuchar la narración del drama al que asistimos, la descripción de cada paso, cada acción, cada gesto del grupo de Juni. Escuchamos a Juan, intentando separar a María del cuerpo de su Hijo, diciendo:

Mirad pues señora tía que el sol es ya puesto, el día se acaba, la noche ya carga, la oscuridad se apresura, la hora completoria es llegada y aun el cuerpo está por llevar a la sepultura. El agua está aquí para lavarle, los ungüentos están aquí para ungirle, las vendas están traídas para atarle, la mortaja para envolverle: no resta sino que vuestros ojos cesen de sobre él llorar para que nosotros comencemos luego a le ungir”.


José de Arimatea y Nicodemo, María Magdalena y María Cleofás limpian y ungen el cuerpo lacerado con paños y frascos llenos de mirra y áloe en una suerte de tierno espanto:

... comienzan a mirar las llagas que habían de untar y destapaban los ungüentos, con que le habían de ungir. Como de tan cerca vieron las ronchas de los azotes, la rotura de los clavos, los cardenales de las puñadas, la hinchazón de las venas, la encarnadura de las espinas, la fealdad de las llagas, y lo magullado de aquellas carnes santísimas: tornados como atónitos comenzaron a hacer nuevos llantos.





Juni transforma esas palabras en un arrebatado conjunto donde establece un juego de simetrías tanto en el número como disposición de los personajes vivos y en las figuras femeninas de María Magdalena y María Cleofás cuyos cuerpos inclinados enmarcan la Compassio Mariae, centro compositivo y emocional de todo el grupo.

Recurre también Juni a la oposición de contrarios, de direcciones y fuerzas contrarias. Juan se opone a la fuerza con que María se acerca a su hijo; la juventud de la Magdalena contrasta con el rostro envejecido de Cleofás; Nicodemo y José de Arimatea giran en sentido opuesto.


El dolor que retuerce las figuras contrasta con la horizontalidad de Cristo. Sus pesados y retorcidos ropajes, que nos hablan del dolor del alma en un violento movimiento de dentro afuera, evidencian aún más la desnudez y la vulnerabilidad de Jesús. Y el gran centro, el alma de este grupo: la mano viva y tensa de la Virgen ante la mano muerta del Hijo.

El cuerpo del crucificado permanece ajeno a este huracán de emociones no contenidas, elevado sobre un sarcófago clásico y mostrando claramente al fiel sus llagas, pues no en vano Fray Antonio de Guevara era franciscano.  Sobre el frontal, una cartela con las palabras con las que el pueblo de Hebrón ofreció una tumba a Abraham para enterrar a Sara: NOS IN ELECTIS SEPVL / CHRIS NOSTRIS SEPELI / MORTVVM TVVM (“en el mejor de nuestros sepulcros, entierra a tu muerto”).



La disposición de las figuras describe además un círculo inconcluso que sólo quedará completo cuando tú, espectador, te pongas enfrente. Y ¿quién te invita? ¿quién te interpela mostrándote acusador la espina que acaba de sacarle de la frente mientras con la otra mano sujeta reverentemente la cabeza de Cristo? José de Arimatea.

Quedan resonando las palabras de Fray Antonio de Guevara:

Pusiéronse en torno del todos y todos los de aquel triste colegio como un enjambre de abejas desmelenado; diciendo a sus lenguas las mil lástimas y llorando de sus ojos lágrimas vivas. Qué no dijeron, qué no lloraron, qué no sintieron, y qué no plañieron cuando a su Maestro y Señor tan despedazado vieron. Qué ojos les pudo bastar para verlo ni qué lengua para encarecerlo, ver el cuerpo de aquel difunto tan maltratado y ver tan cruel carnicería de su Dios haberse hecho. Si miraban la cara estaba escupida, si miraban los cabellos estaban remesados, si miraban las espaldas estaban abiertas, si miraban las manos estaban rotas, si miran el cuerpo estaba desollado y si miraban el costado estaba alanzado.


Vida y muerte, fuerza y laxitud, dolor contenido y dolor desatado. Juan de Juni y Fray Antonio de Guevara. No se vuelve igual después de estar delante de esta joya.

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