miércoles, 6 de junio de 2018

La Virgen de la Merced intramuros

La importancia que tuvo la Orden de la Merced en la ciudad de Valladolid a través de sus conventos históricos de religiosos mercedarios, calzados y descalzos, debió ser bastante grande. La influencia que ejerció en la sociedad y en los ambientes de la ciudad del Pisuerga imaginamos que fue notable. Prueba de ello son una serie de imágenes de la Virgen de la Merced o de las Mercedes que se hallan diseminados por los distintos templos vallisoletanos, baste citar algunas: además de las custodiadas en el Museo Nacional de Escultura, encontramos imágenes de la Redentora de Cautivos en La Magdalena, cuya imagen gemela vimos recientemente en la Iglesia de San Miguel, de Arévalo (Ávila); en San Juan, en El Salvador, en San Lorenzo, hoy repintada como de El Carmen; en el Rosario del barrio de La Rubia… También en los claustros de los monasterios de la ciudad castellana se respiraba devoción mercedaria, hasta nuestros días han llegado las siguientes imágenes de la Merced intramuros: en las Descalzas Reales, en las Isabeles, y en un monasterio del que vamos a tratar a continuación, el Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana, de Monjas Bernardas.

La fundación del citado Monasterio data del año 1596, fecha en que se decide el traslado a Valladolid de la comunidad de Monjas Recoletas de San Bernardo, cuyo cenobio había sido fundado en 1161, en las cercanías de la población de Perales, en la actual provincia de Palencia. Con el correr de los siglos, el estado del monasterio vallisoletano hizo que las monjas solicitaran a la Corona la reconstrucción total del edificio monástico, dada su condición de fundación real, su petición no se hizo esperar. Así está el magnífico monasterio, de óptima factura y bella hechura, declarado Monumento Histórico Artístico ya en 1955. El edificio es una excelente obra neoclásica diseñada por Francisco Sabatini, arquitecto real de Carlos III. Según algunos es el exponente más claro, limpio y definido de todo el neoclasicismo español. Capítulo aparte merece su iglesia, en su portada exterior articulada por un solo orden de dobles pilastras se dispone la escultura de Santa Ana, está fechada en el siglo XVI. El interior es sorprendente, no en vano está considerada como la obra más importante de Sabatini, presenta una caracterización muy particularizada, de gran calidad arquitectónica: planta centralizada o planta elíptica de pequeñas dimensiones cubierta de cúpula trasdosada con cubierta. En los retablos tres pinturas de Goya, de temática religiosa, muy personales, sensacionalistas, intimistas. Junto a ellas, otras tres de su cuñado, Ramón Bayeu.

La iglesia junto a antiguas dependencias monásticas, adaptadas para exponer diversas colecciones de arte, forman parte del Museo de San Joaquín y Santa Ana. El recinto, inaugurado el 14 de enero de 1978, sorprende a cuantos se adentran en sus salas y descubren la calidad de cantidad de las obras expuestas: esculturas de Gregorio Fernández, Pedro de Mena o Luis Salvador Carmona; escaparate de cera napolitano del siglo XVI, pintura italiana, complementado todo con tapices, grabados, pinturas, baúles, vestidos femeninos del siglo XIX, y con una numerosa muestra de antiguas imágenes de vestir del Niño Jesús y una magnífica colección de casullas, dalmáticas, capas, bordados y otros ornamentos litúrgicos de los siglos XVI al XVIII.

De entre todas las obras expuestas hay una que llama poderosamente la atención, se trata de una talla de la Virgen de la Merced, arrebatada de la clausura y traída al museo. Obra emblemática, tanto por su historia como por su arte y por cuanto representa para el monasterio y para sus monjas. Aunque deja entrever su hechura gótica, se empeñan en catalogarla como de estilo románico-bizantino, del siglo XII, con notables mutilaciones y modificaciones en los siglos posteriores. Esta Virgen de la Merced, a pesar del destacado patrimonio que posee el museo, tiene una importancia máxima ya que es una de las pocas piezas que se trajeron las monjas del monasterio de Perales, cuando se trasladaron a Valladolid, contando con la aprobación del papa Clemente VIII y la intercesión del rey Felipe II. Considerada en aquellas calendas como Virgen “muy milagrosa”. Prodigios y milagros dignos de ser contados por aquel rey sabio de nombre Alfonso en sus Cantigas de Santa María o por aquel clérigo de Berceo, en sus Milagros de Nuestra Señora. Venerada originariamente como Nuestra Señora de la Serrada tornó su advocación por el de las Mercedes. Cuenta la tradición que una vez que llegaron las monjas a Valladolid, decidieron poner nombre a aquella tan querida imagen. Para ello metieron en un pequeño saco diversas papeletas con distintas advocaciones de la Virgen, escogiendo una al azar, salió elegida el de la Merced. La Virgen mercedaria ganó rápidamente el corazón de las monjas bernardas, hasta el punto de declararla patrona de su monasterio. Ubicada en el coro bajo, acompañaba a las religiosas en sus rezos y ceremonias. Con el tiempo se hizo un rico ajuar de alhajas: corona y rostrillo de plata, muchos y costosos mantos bordados en tisú de plata, con motivos filipinos, etc. Entorno a ella surgieron una serie de tradiciones y devociones que venían a romper la monotonía monástica en el lento devenir de sus días, ceremonias muy típicas de las clausuras femeninas; entre otras, la que realizaban al elegir una nueva abadesa o reelegir a la ya existente: durante ocho días la Virgen de la Merced ocupaba el sitial de la abadesa, bajo dosel y ricamente ataviada, allí simbólicamente recibía las llaves del monasterio con el fin de que protegiera con su patrocinio a toda la comunidad. La festividad de la Merced, cada 24 de septiembre, era solemnemente celebrada, precedida de una novena, ese día las monjas tenían una comida extraordinaria, dentro de la austeridad en la que vivían.


Iconográficamente, esta imagen de la Virgen de la Merced corresponde a la representación como Madre de Dios o Teotokos. Sedente en su trono, con el Niño en sus rodillas, hoy bastante deteriorado y separado de la Madre. Entronca así con el mismo modelo que sigue la primitiva Virgen de la Merced de Barcelona. Es una talla de madera de un solo tronco, lo que explicaría su hieratismo y delgadez. Una postura rígida fruto de la adaptación del escultor a la única pieza de madera que utilizó. Ahuecada en su interior e inacabada planamente en toda su parte trasera con el fin de encajarla en la hornacina que ocupó. Presenta un punto de vista frontal y no es, por tanto, imagen procesional. Su rostro presenta facciones suaves y mirada limpia, con ojos almendrados de rasgos orientales; sus labios intentan esbozar una leve sonrisa. Provista de túnica y capa en su cuerpo y de toca en la cabeza, dejando entrever parte de su cabello. Poseía corona tallada en la madera pero fue recortada con el fin de encajar la corona de plata que portó en el momento que pasó a ser imagen de vestir. La policromía es muy llana. La toca que cubre la cabeza tiene un tono blanquecino casi grisáceo; la capa está dorada al agua; la túnica pintada de un azul oscuro bastante plano, esparcidas por la misma hay unas pequeñas flores, algo toscas, casi sin definir; y las chinelas que calza, al modo de las damas medievales, están también doradas al agua.


La imagen sufrió notables transformaciones y mutilaciones a lo largo de la historia. Entre los postizos que poseen están los ojos de cristal y las grandes piedras de cristales de roca que tiene cerrando su capa, a modo de broches ahuecados, es posible que hayan albergado reliquias. La base de la escultura, de madera de pino, tampoco es la original. Pero acaso sean las manos añadidas lo que más desentone con el estilo de la imagen. Llama poderosamente la atención la posición ortopédica de las mismas. Es un añadido que puede datarse en el siglo XVIII, momento en que la imagen pasa a ser de vestir. Hemos de tener en cuenta que al ser vestida tan solo serían visibles el rostro y las manos.

De este modo tan singular es como podemos contemplar hoy la imagen despojada de sus vestiduras y un tanto desangelada. Las monjas siempre han cuidado de ella con mucho mimo. Ahora, recelosas de que una intervención agresiva desvirtúe la imagen, mantienen así la talla aguardando a que una acertada restauración devuelva a su Virgen de la Merced su primitivo esplendor. Su valor artístico e histórico es grande. Es una de las imágenes marianas más antiguas de Castilla y León; y, sin duda, una de las más antiguas de cuantas se han venerado bajo el nombre de la Merced.

 Mario Alonso Aguado

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