miércoles, 23 de marzo de 2016

El Yacente más genial de Gregorio Fernández

Cristo yaciendo después de su Pasión. Es un tema muy tratado en nuestro país desde los años más estudiados de la cultura medieval. Pero, sin duda, si hay un escultor que profundizó en la imagen de un Salvador desamparado y muerto ese fue, sin duda, Gregorio Fernández que, no solo mejoró la obra de Gaspar Becerra, sino que firmó un importante número de Yacentes, a cual mejor… y extendió entre sus alumnos el amor y el cariño por ese Jesús en brazos de la muerte que, en tal trance, nos confirma que su obra redentora se cumplió plenamente.

¿Dónde se comprueba la más alta inspiración del artista?... Es difícil señalarlo. Gregorio Fernández esculpió el Yacente que el Duque de Lerma le encargó para la iglesia de San Pablo. Una figura de grandes proporciones esbelta y noble según las críticas de arte. Pero también dio vida, en la muerte, al Yacente que se conserva en el Museo Nacional de Escultura y que le pidió la Casa Profesa de la Compañía de Jesús. Una talla admirable. El que se puede admirar en la iglesia de San Miguel y San Julián que añade la curiosidad de poder contemplar el velo del paladar a través de la boca entreabierta.

Valladolid además cuenta con otros tres Yacentes considerados como autoría de Fernández: el del convento de Santa Catalina que es poco conocido; el del convento de Santa Isabel de Hungría, tampoco demasiado visitado y otro, de tamaño algo inferior al natural, fechado hacia 1627 y que fue encargado para el altar de una de las capillas laterales de la iglesia de San Pablo.

Yacentes que salieron de los talleres del Gregorio Fernández pero que se deben a sus alumnos y ayudantes son el de la Catedral de Segovia, el que se guarda en el convento de Santa Clara en Lerma, el de Medina de Pomar en la provincia de Burgos, el que se encuentra en el convento de los Capuchinos de El Pardo, el de las franciscanas descalzas en Monforte de Lemos (Lugo) o el de la Catedral de Astorga, en León.

El Cristo Yacente, al que rinde culto nuestra cofradía del Santo Entierro, obedece a un encargo del rey Felipe IV para, a su vez, regalárselo a las monjas del Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana, de Valladolid, en cuyo Museo se encuentra todavía expuesto a la vista de quienes se sienten atraídos por una imagen tan perfecta. Es, en mi personal gusto, el mejor de todos los que, de una manera o de otra, se le atribuyen al genial escultor. Y como mi conocimiento de la escultura no va más allá de las emociones que su contemplación me producen, prefiero en este caso dar la palabra a quienes lo han estudiado a fondo. Dicen de él que “la figura de Cristo es sobria y desprende un hondo patetismo” y yo puedo añadir que es la talla de un Dios que no deja de serlo ni en la muerte.

La talla que sale del Monasterio para cruzar las calles de la ciudad durante la Semana de Pasión, regresa a su lugar en el Museo movido por una procesión que cubre la petición de la Iglesia de permanecer en tal fecha junto al Sepulcro. El pasado año, Jorge Mongil os escribió que “sois depositarios de la tradición que movieron aquellos primeros cristianos” refiriéndose a quienes, con José de Arimatea a la cabeza, desclavaron a Jesús de la Cruz y le enterraron posteriormente. Pues bien, vuestro acto-procesión es sin duda la mejor forma de permanecer, en el sepulcro, junto a un Cristo nunca tan grande como lo fue una vez muerto.

Impresionado por ese acto procesional de vuestra cofradía, para el libro “Eli, Eli… Guía Lírica de la Semana Santa de Valladolid”, redacté este poema que me atrevo a repetiros para honra del Cristo que regresa a su casa de todo el año y para vosotros que, como nuevos “arimateas”, le trasladáis procesionalmente hasta ese Museo-Sepulcro-Santuario que cuidan y vigilan las monjas del Real Monasterio. Dice así el poema:

El cuerpo está aún caliente, 
los labios a medio abrir, 
a medio cerrar los ojos, 
todo el pecho de marfil 
y en la llaga del costado 
un manantial carmesí… 
Como recién descendido 
o acabado de esculpir; 
como un árbol cincelado 
con aromas de jazmín, 
el Santo Cristo Yacente 
acostado de perfil 
va de Santa Ana al Museo, 
blanco sueño de alhelí, 
a hombros de sus cofrades, 
bajo la luz de un candil… 
Al frente vuela un querube, 
le acompaña un serafín 
y sólo suena el redoble 
desigual del tamboril… 
Jesús marcha a su sepulcro 
en andas de un palanquín 
y le lloran los luceros 
y le llora el añafil, 
le llora toda la plaza, 
le llora Valladolid 
y, en el alar de un tejado, 
también llora un colibrí… 
Jesús marcha a su sepulcro, 
se queda en su camarín 
y allí estará doce meses 
hasta que vuelva a morir… 
Se han apagado los cirios, 
la noche se ha vuelto gris, 
las azucenas se han muerto, 
se ha secado la raíz 
del espino que dio espinas 
al azotar su cerviz 
y en la huerta del convento 
floreció el toronjil… 

Ángel M. de Pablos


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