viernes, 21 de marzo de 2014

También el agua


Creo que entre las palabras tabúes de un Cofrade, el agua es una de ellas. El agua, de la lluvia, eso sí. Y por eso, no quisiera que fuese un elemento del que nos olvidásemos. Ella estuvo presente en el misterio que alumbramos, pues al fin, quien era el Agua Viva, fue lavado. Él mismo tras su muerte nos dio como legado agua y sangre. Somos cofrades que veneramos la sangre y su fuente, las llagas. Pero de ellas también brota el AGUA. Agua utilizó José de Arimatea, memoria celebraba la Iglesia el pasado 17. Nuestro protocofrade José, fue discípulo que lavó al autor de la limpieza, que recibiendo de Jesús el agua de la gracia, la devolvió en forma de unción y bendición.

De todo ello nos habla el tercer domingo de Cuaresma. Acompaño estas palabras en esta ocasión con dos imágenes del conocido Padre Rupnik representando el pasaje evangélico de la Samaritana. Como una imagen precede otra concluye esta reflexión, dejo como sugerencia comparar ambas… y preguntarse: ¿quién pide quién ofrece?


Pensémoslo. Situémonos ante el texto con estas palabras del prefacio de este domingo: “Jesucristo al pedir a la samaritana que le diera de beber, ya le había comunicado el don de la fe; y de tal modo tuvo sed de esa fe de ella que la abrasó con el fuego del divino amor” .

Jesús desde Jerusalén se dirige a Galilea pasando por territorio de Samaría, con su población en mutua enemistad con los judíos. Al mediodía, después de horas y horas de camino, se detiene cansado en Siquem, junto al pozo de Jacob.

Pozos y fuentes de agua jalonan el itinerario terreno y espiritual de los patriarcas y del pueblo del éxodo. Jesús tiene sed y se sienta junto al manantial, agua de la entraña de la tierra. Jesús, fatigado por el largo caminar. También es la fatiga del sembrador: su camino y la siembra se identifican.

Al pozo, signo de vida, llega la mujer de Samaría, y Jesús le pide: “Dame de beber”. El Mesías, el Hijo de Dios arde de sed y pide a la creatura. Dios pide al hombre. Te pide a ti. El Señor de infinito poder hoy es un necesitado del hombre: ¡Dame de beber! ¡Dame agua! El hombre, nosotros, podemos calmar la sed de cristo. En la cruz también, al mediodía, gritará: ¡Tengo sed! Allí le dieron de beber vinagre (Jn 19, 23-29).

La sed es deseo. Deseo de nuestra respuesta, de la correspondencia de nuestra fe, de nuestro amor. Sed-deseo de nuestra salvación. La sed de Jesús es su amor ofrecido. Por eso, ante la extrañeza de la mujer samaritana de que un judío le pidiese agua, ahora el diálogo de Jesús se torna ofrecimiento: el don de Dios, el agua viva.

Los textos de Juan (7, 37-39) son claros en su simbolismo. “El que tenga sed, venga a mí, beba el que cree en mí”… “Esto lo decía del Espíritu”. Comprendemos que el don de Dios, el agua de vida que Jesús ofrece a la samaritana, es el don del Espíritu Santo, el eterno amor del Padre y del Hijo.

La samaritana va descubriendo poco a poco el misterio del Mesías: el diálogo irá revelando gradualmente su secreto. Al principio era simplemente un judío; después lo llamará Señor (v. 11), más grande que Jacob (v. 12). Profeta (v. 19), Mesías (v. 26-29). Finalmente, Salvador del mundo (v. 42).

La samaritana, al creer, se torna apóstol; enseguida deja el cántaro, anunciando al pueblo: “vengan a ver”.

La celebración del Viernes Santo nos recordará aquel otro mediodía, en Jerusalén, en donde Jesús, sin balde, saca el agua viva: golpeado como la roca de Moisés, de su costado abierto, del pozo abismal de su corazón abierto por la lanza, desde lo alto de la cruz, en virtud de la sangre sacrificial del Cordero, sale el agua que riega la tierra, signo del Espíritu. Seamos cofrades de esta Agua que brota de la fuente del Amor.

Guillermo Camino
Consiliario

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